jueves, 30 de septiembre de 2010

Adiós payasos

Desde hace meses que estoy viendo –no sé si “viendo” es la palabra correcta, pero me gusta- la forma de escribir un cuento sobre payasos.
Payasos alrededor de un muerto.
No me acuerdo la fecha, creo que fue durante 2009, en que se me ocurrió escribir un cuento sobre un velatorio, en el que todos los presentes estuvieran vestidos de payasos.
Y, claro, el muerto también.
Fue una idea sin mucho contenido (y poco original).
Se me ocurrió así: como una escena. Un gran salón blanco con el ataúd en el medio, debajo de una gran cruz iluminada, y a su alrededor cientos de payasos mirando dentro del cajón.
De los clásicos, los de mi infancia. Esos con la cara pintada, monos multicolores y calzados ridículos, de los grandes. Y para coronar, todos con su nariz de pelota roja.
Nunca supe qué más agregarle al cuento. Quizás narrar otra escena: todos los payasos, torpes con sus zapatos enormes, cargando el ataúd, en divertida procesión al camposanto.
La calle de tierra, la gente asomada en los portales de casas coloniales de dos pisos.
Al final de la calle, y entre la nube de polvo, el cementerio. Un portal grande, de hierro negro.
Había escrito la idea, pero luego la abandoné durante meses en la carpeta de "borradores" de mi correo electrónico.
Estuvo ahí siempre. Cada vez que estaba aburrido en el diario regresaba a la carpeta y leía esos cuatro o cinco párrafos que había escrito.
Hoy, fumando en el patio de una casa que hay detrás del diario, volví a pensar en el cuento. Nada específico, ni siquiera una idea iluminada que me permitiera completar el cuento.
No, lo rutinario. Nada interesante.
Entonces, apenas apagué el tabaco, caminé hasta mi escritorio, me senté frente a la computadora y fui a buscar el borrador.
Esta vez no estaba.
En algún momento lo borré o se borró –pensé.
Así se perdió esa vulgar idea de 2009.
Que mierda, en la vida real todas las muertes no incluyen payasos. Y son tristes.
A la mierda los payasos. Y ese cuento de mierda.

lunes, 25 de mayo de 2009

Paracos, los feos

-Se lo comió calientito -dice Hermes.
Dice así: "Hay un paraco que le sacó el corazón a uno y se lo comió así, calientito".
Paraco en Colombia es el diminutivo de Paramilitar, o algo así. Y, según Hermes, son gente muy fea.
Se podrían decir muchas cosas de los Paracos, pero Hermes sólo utiliza esa palabra para definirlos: "fea".
Porque claro -pienso y le doy la razón- que es muy feo que alguien le arranque el corazón a otro y se los mastique "calientito".
Hermes dice, sentado sobre un tronco en la orilla del río, que a ese paraco comecorazones le faltaba algo.
- A ese le faltaba amor.
Dice, serio, Hermes.
Y no sé si reírme o llorar.
No me sale hacer nada, sólo me quedo ahí, en silencio, y simplemente continúo mirando el río.
Si, esa gente es fea -pienso.
Hermes tiene razón.

lunes, 2 de febrero de 2009

Un millón

Benito Almada vuelve a mirar el periódico desplegado sobre la mesa blanca y repite: -Hoy sólo 12.
Abre su libreta de hojas cuadriculadas y anota debajo de la columna con fecha 4 de noviembre de 2008: 12 muertos.
Luego, vuelve a mirar los avisos fúnebres del periódico y otra vez el cálculo –si, son 12 muertos – confirma.
Se largó a llover –le digo, para decir algo. Para sacarlo de los muertos. O, mejor: para dejar de pensar en esos muertos que convierte en números.
Pero Benito ni siquiera me mira. Saca una tijera del cajón de la mesa y con precisión rutinaria comienza recortar cada uno de los 12 avisos fúnebres.
Afuera llueve y ni siquiera puedo salir al pequeño patio a fumar un cigarrillo.
De cualquier modo –pienso- no estoy muerto así que no entró en su cuenta diaria.
Benito ni me mira: sigue recortando muertos.
- Me toma 15 minutos porque ya aprendí a identificar más rápido los muertos diarios de los avisos recordatorios de otros muertos de años anteriores.
Dice, sin levantar la vista de la mesa. -Son 943 mil personas –agrega, mientras escribe la cifra en la libreta de hojas cuadriculadas.
-¿Cómo?
-Que son 943 mil personas muertas al día de hoy.
- Ya.
- Tengo los avisos fúnebres pegados de cada uno de los muertos, le muestro la libreta.
- Ya.
Benito se levanta y me extiende su libreta de hojas cuadriculadas. -Todavía me faltan varios muertos para llegar al millón -dice
- ¿Cómo?
- Que todavía me faltan muchos muertos para llegar al millón.
- Ya.
La lluvia aumenta en intensidad y un hilo de agua se empieza a colar por debajo de la puerta de madera. Son las 5 de la tarde y el último bote que me podía depositar en tierra firme ya se fue.
Me dejó. O, en realidad: lo dejé.
En la isla –perdida, borrada, olvidada en algún lugar del Darién que no me quiero acordar- no hay nadie: sólo se escucha el sonido de la lluvia contra la tierra.
- Es que todos tienen que tener una razón para vivir, dice. Y agrega: -y acá son pocas las razones, ¿comprende?
La verdad es que no comprendo. Igual, le digo que si, que si comprendo.
- No, usted no comprende: mi razón de vivir son los números y los muertos, es la única forma que tengo de trascender. De dejar al menos una cifra.
- Ya.
- ¿Comprende?
Cada vez menos. Igual le digo que si, que si comprendo.
- Esa es mi razón. Todos los días cuento los muertos del periódico para calcular el día del muerto un millón.
- Ya.
- Y ahí si, esa no me la saca nadie.
- Ya.
- Ahí mismo saco la pistola del cajón, me pego un tiro, y me convierto en el muerto un millón.
Benito, de repente, se levanta de la silla. Y ahora habla.
- Así que usted, que es periodista, me tiene que hacer el favor de publicar mi historia en el diario.
Le respondo que si, que ahora comprendo. Y le digo que me avise nomás cuando los avisos lleguen cerca del millón.
Y le prometí que volvería.
Si, a Benito le prometí que no sería uno más en los avisos fúnebres de los diarios.

martes, 16 de septiembre de 2008

La vida ebrio

El camino es angosto. Sus límites, a los costados, los impone la selva. Para llegar hay que caminar 30 minutos por ese camino, tras varias horas en bote por un río marrón.
No hay nada: sólo unas huellas que en algunos trayectos se debilitan y en otro se borran por completo.
El sol, en lo alto, destruye la piel.
El pueblo no se presenta de golpe: primero un rancho de paja sobre cuatro pilotes. Luego otro y, más allá, otro más. No hay nadie. En ningún rancho hay nadie.
El camino - angosto, irregular- termina en la plaza del pueblo.
Cinco edificios la rodean: se destaca la destartalada iglesia de madera. Hay cuatro edificios más también de madera. Todas las puertas y ventanas están cerradas.
Llego al centro de la plaza. Un grupo de gallinas, casi sin plumas –enfermas- vagan. No hay nadie.
El sol arriba, en el cielo.
Es mediodía y el viento hirviendo levanta la hojarasca de los árboles. Las gallinas siguen buscando comida donde no hay.
Un viejo cartel borroso en la entrada de una de las casas: "Patio Mi cielito". Camino hasta la puerta. A un costado, colgada de un clavo, una llave oxidada.
El silencio sólo es quebrado por las ráfagas de viento caliente que levantan las hojas.
Agarro la llave y la observo: coincide con la cerradura. Pruebo. Giro la llave y empujo. Nada. La madera hinchada.
Vuelvo a empujar la puerta, esta vez con más fuerza. Un sonido seco y la puerta cede. Se abre.
Un amplio salón con una sola silla al fondo. Tardo unos segundos en acostumbrarme a la oscuridad.
Camino dos pasos y doy vuelta la cabeza para mirar la plaza por última vez.
Cierro la puerta.
Adentro, en la silla, un moreno con el torso desnudo me mira con sus dientes blanquísimos. Se ríe, pero no dice nada. Del cuello le cuelga un cartel hecho de cartón. Dice: "Tengo que vivir esta vida que me toco en suerte todos los días. Por caridad, una moneda para comprar el ron que tanto necesito".

sábado, 12 de julio de 2008

La mudanza

- Y al fin y al cabo iba a pasar. Dice Hilario, el sereno del hotel de Metetí, con tono de persona que sabe de lo que habla: - Y al fin y al cabo iba a pasar, repite.
Lo escucho con una lata de cerveza en la mano. Pienso: Hilario no termina de arrancar.
- Y al fin y al cabo iba a pasar.
Vuelve a repetir y agrega que estaba “cantado” que el curita del pueblo iba a hacer eso. Dice así: “eso”.
Y explica que estaba “cantado” que el curita, algún día, iba a dejar a la buena de Dios a los feligreses y a la capilla.
La capilla – de madera, sencilla, con techo a dos aguas- está frente a la plaza principal del pueblo. La puerta de ingreso tiene un portón de madera de un metro y medio que siempre permanece cerrado: como si Dios resolvió estar allí a medias, no a tiempo completo.
Pero una monja lo salva -si, al todopoderoso-: y me explica que está cerrado para evitar que las gallinas que se pasean por la plaza no lleguen hasta el altar.
Me levanto y voy a comprar otra cerveza en la tienda del chino que se encuentra pegada al hotel. Vuelvo y el sereno termina de contar el “bochinche” del curita.
- La gente se cabreó con el curita porque la semana pasada se ganó la lotería y se mudó al prostíbulo del pueblo.
Termina Hilario, casi sin respirar.

jueves, 26 de junio de 2008

La perdió por cinco

El que vende "chicha" en la la calle principal del pueblo está indignado. O está triste.
Me lo cuenta Hilario, el sereno del único hotel de Metetí, en Darién.
Me dice: “el vendedor de chicha está triste”.
Muevo el dedo y abro otra cerveza. Es como la quinta que comparto con él. Son como las 9 de la noche. Y por la calle sólo pasan almas.
Mi compañero de tragos dice, mientras se rasca un pie, que el vendedor de "chicha" le fue a pedir ayuda el otro día: parece que su patrón le quiere robar la mujer.
Y por eso le pidió a Hilario que interceda a favor de su corazón.
Pero, al final, la cuestión era puramente económica. Mierda, sólo dólares.
Hilario dice que el vendedor de "chicha" le daba 10 dólares a la mujer para que duerma con él. Y que su patrón, que tiene mucha plata - “tiene mucha plata”, dice- le ofreció 15. Y también le ofreció dormir con aire acondicionado.
El patrón, parece, es uno de los ricos del pueblo.
Una oferta tentadora, le digo.
Pero Hilario no esta de acuerdo. Dice que no entiende porqué el vendedor de chicha no le dio 5 dólares más.
Ojalá el amor fuera tan sencillo, pienso, mientras me levanto y camino hacía mi cuarto.
Sólo la perdió por cinco.

Tierra de plátanos

La estación de buses huele a calor. En unos minutos sale una “chivita” para Metetí.
La espero sentado en el único banco disponible, mientras reviso mis notas. O, mejor: trato de descifrar lo que escribí sólo unas horas antes.
Me derrito.
En eso estoy cuando levanto la cabeza y miro a un hombre que se me acerca con un inmenso ramo de plátanos verdes al hombro.
Se sienta al lado -en el único banco disponible- y le miro la cara: es un moreno enorme que tiene la nariz como aplastada en el centro de la cara y unos ojos redondos y negrísimos.
Pienso: el de los plátanos seguro que se me sienta al lado también en el bus.
Y sí: el de los plátanos se sienta a mi lado en el bus y pone la comestible carga en su regazo.
Se me ocurre que, si se duerme, le puedo robar una banana (lo pienso así, en argentino: ba-na-na), pero enseguida desisto de la idea. El de los ojos negrísimos no sólo carga los plátanos, sino que además lleva consigo un machete que pone a un costado.
Me va a rebanar un dedo. Mejor no le robo nada.
El bus recién arrancó. Y voy con los plátanos hacia Metetí.