martes, 16 de septiembre de 2008

La vida ebrio

El camino es angosto. Sus límites, a los costados, los impone la selva. Para llegar hay que caminar 30 minutos por ese camino, tras varias horas en bote por un río marrón.
No hay nada: sólo unas huellas que en algunos trayectos se debilitan y en otro se borran por completo.
El sol, en lo alto, destruye la piel.
El pueblo no se presenta de golpe: primero un rancho de paja sobre cuatro pilotes. Luego otro y, más allá, otro más. No hay nadie. En ningún rancho hay nadie.
El camino - angosto, irregular- termina en la plaza del pueblo.
Cinco edificios la rodean: se destaca la destartalada iglesia de madera. Hay cuatro edificios más también de madera. Todas las puertas y ventanas están cerradas.
Llego al centro de la plaza. Un grupo de gallinas, casi sin plumas –enfermas- vagan. No hay nadie.
El sol arriba, en el cielo.
Es mediodía y el viento hirviendo levanta la hojarasca de los árboles. Las gallinas siguen buscando comida donde no hay.
Un viejo cartel borroso en la entrada de una de las casas: "Patio Mi cielito". Camino hasta la puerta. A un costado, colgada de un clavo, una llave oxidada.
El silencio sólo es quebrado por las ráfagas de viento caliente que levantan las hojas.
Agarro la llave y la observo: coincide con la cerradura. Pruebo. Giro la llave y empujo. Nada. La madera hinchada.
Vuelvo a empujar la puerta, esta vez con más fuerza. Un sonido seco y la puerta cede. Se abre.
Un amplio salón con una sola silla al fondo. Tardo unos segundos en acostumbrarme a la oscuridad.
Camino dos pasos y doy vuelta la cabeza para mirar la plaza por última vez.
Cierro la puerta.
Adentro, en la silla, un moreno con el torso desnudo me mira con sus dientes blanquísimos. Se ríe, pero no dice nada. Del cuello le cuelga un cartel hecho de cartón. Dice: "Tengo que vivir esta vida que me toco en suerte todos los días. Por caridad, una moneda para comprar el ron que tanto necesito".

sábado, 12 de julio de 2008

La mudanza

- Y al fin y al cabo iba a pasar. Dice Hilario, el sereno del hotel de Metetí, con tono de persona que sabe de lo que habla: - Y al fin y al cabo iba a pasar, repite.
Lo escucho con una lata de cerveza en la mano. Pienso: Hilario no termina de arrancar.
- Y al fin y al cabo iba a pasar.
Vuelve a repetir y agrega que estaba “cantado” que el curita del pueblo iba a hacer eso. Dice así: “eso”.
Y explica que estaba “cantado” que el curita, algún día, iba a dejar a la buena de Dios a los feligreses y a la capilla.
La capilla – de madera, sencilla, con techo a dos aguas- está frente a la plaza principal del pueblo. La puerta de ingreso tiene un portón de madera de un metro y medio que siempre permanece cerrado: como si Dios resolvió estar allí a medias, no a tiempo completo.
Pero una monja lo salva -si, al todopoderoso-: y me explica que está cerrado para evitar que las gallinas que se pasean por la plaza no lleguen hasta el altar.
Me levanto y voy a comprar otra cerveza en la tienda del chino que se encuentra pegada al hotel. Vuelvo y el sereno termina de contar el “bochinche” del curita.
- La gente se cabreó con el curita porque la semana pasada se ganó la lotería y se mudó al prostíbulo del pueblo.
Termina Hilario, casi sin respirar.

jueves, 26 de junio de 2008

La perdió por cinco

El que vende "chicha" en la la calle principal del pueblo está indignado. O está triste.
Me lo cuenta Hilario, el sereno del único hotel de Metetí, en Darién.
Me dice: “el vendedor de chicha está triste”.
Muevo el dedo y abro otra cerveza. Es como la quinta que comparto con él. Son como las 9 de la noche. Y por la calle sólo pasan almas.
Mi compañero de tragos dice, mientras se rasca un pie, que el vendedor de "chicha" le fue a pedir ayuda el otro día: parece que su patrón le quiere robar la mujer.
Y por eso le pidió a Hilario que interceda a favor de su corazón.
Pero, al final, la cuestión era puramente económica. Mierda, sólo dólares.
Hilario dice que el vendedor de "chicha" le daba 10 dólares a la mujer para que duerma con él. Y que su patrón, que tiene mucha plata - “tiene mucha plata”, dice- le ofreció 15. Y también le ofreció dormir con aire acondicionado.
El patrón, parece, es uno de los ricos del pueblo.
Una oferta tentadora, le digo.
Pero Hilario no esta de acuerdo. Dice que no entiende porqué el vendedor de chicha no le dio 5 dólares más.
Ojalá el amor fuera tan sencillo, pienso, mientras me levanto y camino hacía mi cuarto.
Sólo la perdió por cinco.

Tierra de plátanos

La estación de buses huele a calor. En unos minutos sale una “chivita” para Metetí.
La espero sentado en el único banco disponible, mientras reviso mis notas. O, mejor: trato de descifrar lo que escribí sólo unas horas antes.
Me derrito.
En eso estoy cuando levanto la cabeza y miro a un hombre que se me acerca con un inmenso ramo de plátanos verdes al hombro.
Se sienta al lado -en el único banco disponible- y le miro la cara: es un moreno enorme que tiene la nariz como aplastada en el centro de la cara y unos ojos redondos y negrísimos.
Pienso: el de los plátanos seguro que se me sienta al lado también en el bus.
Y sí: el de los plátanos se sienta a mi lado en el bus y pone la comestible carga en su regazo.
Se me ocurre que, si se duerme, le puedo robar una banana (lo pienso así, en argentino: ba-na-na), pero enseguida desisto de la idea. El de los ojos negrísimos no sólo carga los plátanos, sino que además lleva consigo un machete que pone a un costado.
Me va a rebanar un dedo. Mejor no le robo nada.
El bus recién arrancó. Y voy con los plátanos hacia Metetí.

Europa en el Darién

El alemán -vestido con ropa gastada de rambo pero con lentes de sol a la moda- sólo quiere pagar cuatro dólares. Ya llegamos a El Real de Santa María y hay que pagar el viaje en lancha.
Estamos en el culo del mundo.
Son cuatro dólares, dice el alemán. El viaje es un galón de combustible, repite en un castellano cortado a cuchillazos.
Pienso que el alemán es una mierda. Pero no le digo nada. Sí le responde el "capitán" de la lancha: le explica que en la ciudad el galón de combustible cuesta cuatro dólares pero que acá en la provincia de Darién sale cinco.
Yo pagué mis cinco. Y el capitán dice, señalando hacia mi: "él pago sus cinco".
Pero no hay caso, el alemán se rehusa a largar el dólar de más que le piden.
El alemán – que me dijo su nombre pero ya lo olvidé- viaja con una mujer que durante todo el recorrido disparó su cámara de 300 dólares. Disparaba para congelar a todos los indio emberá que iba encontrando en alguna de las dos orillas del río Tuira.
Ojalá que a su mujer se la fifen las FARC, pienso. Sí, que se la fifen.
El alemán, mientras, insiste en que sólo pagará cuatro dólares. Y se defiende: ellos no pagan, dice mientras señala a dos indios que viajan con nosotros.
Y que durante todo el trayecto no miraron: sus ojos apuntaban al piso de la lancha.
No le vi los ojos.

Los muertos del Darién

Ella no está bien, ayer se murieron sus cuatro hijos de “diarrea”.
Eduardo habla sin ninguna pena en la voz: lo hace de una forma burocrática, gélida. Repito sus palabras en busca de detalles: Se murieron cuatro hermanos, le pregunto.
No me contesta: no sé si no me escucha o me ignora. Le vuelvo a preguntar y me hace un “no” con la cabeza como diciendo, olvídese, no pregunte más que aquí no ha pasado nada.
Pero en lo profundo del Darién –cerca de la caliente frontera colombiana- pasa de todo. De todo.
La lancha arranca su motor y empieza a remontar el río Tuira. No quiero insistir con la pregunta: me da miedo de que sea verdad.
Escondo mi estúpida precisión periodística en el silencio.
Apenas llegamos a El Real de Santa María -uno de los últimos poblados al que sólo se accede por agua- un moreno que también viajaba en el bote se bajó detrás mio.
Se va la lancha y ya solos me dice: lo del niño muerto por desnutrición el año pasado en el Darien - que llamó la atención de toda la prensa nacional- fue una cosa política.
Lo dice así, sin detalles: “fue una cosa política”.
Y ahora que camino la zona pienso que, quizás, tenga razón. No hace falta recorrer mucho para darse cuenta que aquí la regla no es la abundancia.
Que falta todo: hasta la presencia del Estado.
Eduardo, el que me habló sobre los hermanos muertos, ya no está con nosotros. Nos dejó en El Real de Santa María y se fue río arriba.
Mi precisión periodística se fue con él.
Me quedo con la sensación de que lo mejor sería sentarse en la entrada del cementerio, esperar, y contar los muertos.
Los muertos del Darién que nadie rescató.